Todo comenzó hace unos años cuando aquella vicerrectora de cuyo nombre no me acuerdo me soltó tras darle los dos besos por entonces de rigor: » ¿Y por qué a mí me besas y a esos les das la mano?». Era una buena pregunta y , más allá de enrojecer como un niño pillado en una falta, no supe qué responder pero me hice el correspondiente propósito de la enmienda. Desde entonces ya no beso a las vicerrectoras y análogas. También me lo pienso cuando me presentan a alguna fémina nueva y, en caso de duda , o doy la mano o beso a todo el mundo para sorpresa, por cierto, del coro de varones. Y en fin, creo que he conseguido no ceder el paso ni abrir la puerta ni glosar la ropa o el nuevo peinado como me enseñaron en los Hermanos Maristas
Pero hace poco he vuelto a quedarme despistado porque un colega me ha contado que le han reprochado no haber acudido a la presentación de un libro para la que su mujer había recibido una invitación. Y es que , como apuntaba el infrascrito, si hubiera sido a la inversa, es decir, si la invitación la hubiera recibido él, su señora esposa no habría querido acudir de «florero» como se decía antes…»¿O es que ahora me toca a mí ser el » florero»? – se preguntaba mi amigo – » porque yo, por ahora al menos, me siento una persona física y jurídica definida… Un varón vasco monógamo sucesivo relativo … Ni más ni , por supuesto, menos…»
¿Deberé tomar nota para hacer un nuevo propósito de la enmienda?
Con los Hermanos de La Salle no había besos ni chicas, y vive Dios que me costó aprender los ritos sociales que a su vez parecen haber caducado. Dí que a estas alturas me he soltado quizá en exceso, y yo, que no soy de cremas y afeites, cuando beso caras, grasientas casi siempre, digo, en tono vacilón: «qué bien, liposomas». No sé si a la vicerrectora le hubiera soltado además un «¿y cacao?». ¡¡¡Dónde vamos a llegar!!!