En Ámsterdam huele a maría por todas las esquinas. El olorcillo llega suavemente, en leves oleadas, y es de suponer que algún día será reconocido oficialmente como patrimonio material blando de la ciudad.
Los coffee-shops en los que se pueden comprar y consumir diversas partes de esta planta en otros tiempos tan afamada, se reparten por toda la ciudad, manifiestos unos y entrevelados otros. Y por supuesto, el ( y la , of course ) paseante puede acudir al Bulldog, primero de estos curiosos establecimientos, sito en Oudezijds Voorburgwal 90, y sacarse una selfie, una vez solicitada la ausencia temporal del vigilante de seguridad ad hoc. Pues The Bulldog se ha convertido en una multinacional seria con muchas subsedes en la mentada calle y delegaciones en Canada. Además, y dado que la ingesta de una simple cerveza en la calle por aquellos lares está penalizada con 75 euros, esta empresa parece haberse forrado con una bebida energética muy conocida , llamada Red Bull, hasta que dejó de fabricarla tras una larga disputa legal.
Pero, en fin, basta como digo dar un paseo por cualquier calle o plaza , o, para mayor indicación, tumbarse en el cesped tupido del Voldenpark – evitando ser cubierto por las defecaciones sistemáticas de unas atrevidas palomillas- para sucumbir a los efluvios que llegan de los cuatro puntos cardinales, cerrar los ojos, y verse rodeado de miles de hippies deseando hacer el amor y no la guerra.
De manera que lo que por aquí se ve ya como un resto de la multiculturalidad de los setenta- reconvertido el canuto de la inocente maría que sólo mueve a la risa en peta de hachís mayormente adulterado que coloniza el hipocampo – ha adquirido en la capital de los polders un estatus de normalidad que aceptan bonachonamente los mílites locales, más preocupados por las cogorzas cervezeras o por las destemplanzas drásticas de los hinchas del Ajax…