Por estas fechas suelo preparar a conciencia el viaje veraniego a Sicilia. Mis colegas más próximos no alcanzan a comprender esta fijación. Cómo , en fin, me puede gustar esa tierra árida y troceada por tantos terremotos, esas ciudades decadentes saturadas de palacios y conventos barrocos, ese mar de color de vino la mayor de las veces tan airado como el Etna. Yo les digo que es el fruto de un amor a primera vista, sancionado luego por una literatura única que acaparó mi atención desde Gianni Verga hasta Camilleri, pasando por Pirandello, Brancati, Lampedusa y Sciascia.
Lo cierto es que de no haber devenido vasco-navarro, hubiera querido nacer sicliano y no sólo por las similitudes matizadas de las que tantas veces he hablado- en ese trato tan próximo y a la vez tan lejano o en esa gastronomía fruto de árabes, normandos y aragoneses- sino porque la vieja Triclania es ya para mí el único lugar en el que me puedo sentir viajero y no turista. De eso me dí cuenta cuando, en nuestra primera estancia, hace ya algunos años ,la señora vestida de negro que nos atendía en el único bar de un pueblo perdido de los Nebrodi, nos dejó sobre la mesa un cestillo de higos con una tibia sonrisa.
Supongo, además, que manteniendo esta fidelidad no hago sino ratificar aquello que se convirtió para mí en un a modo de dogma vital desde que se lo escuché a un desaparecido maestro: » Sólo me interesan aquellos lugares en los que han estado los romanos.»
Y es que ,aunque ya sé que con esto echo piedras a mi propio tejado – y suena un poco a hegeliano- no me importa sentirme …mediterráneo.