A veces un gesto inesperado desbarata la aparente solidez y rotundidad de unas palabras.
Y no suele tratarse de un gran gesto retórico, uno de esos que usaban los grandes oradores y aún usan algunos pequeños sacerdotes clérigos o laicos. Uno de esos amagos, en fin, un tanto ridículos como apoyar con firmeza la barbilla entre los puños invitando al recogimiento, juntar ostensiblemente las manos palma contra palma buscando la inspiración o levantar el dedo índice hacia el cielo proclamando una verdad primordial con los ojos encendidos.
No. Suele tratarse más bien de un gesto menor que en muchas ocasiones emerge como un tic: una continuada y leve negación con la cabeza, ese suspiro breve y crónico, aquel cruzar y descruzar las piernas sin fin, una mirada repetitiva y desafortunada… Desde luego que , dando cuenta de estos gestos menores y atendiendo a las palabras que simultáneamente se pronuncian, un aficionado al psicoanálisis haría grandes progresos y se podría especializar en psicopatología de la vida cotidiana , sección actos fallidos.
Pero, más allá — y más acá — de interpretaciones más o menos profundas, si el tal gesto desbarata el argumento, dejando a las palabras huérfanas de convicción, es porque se percibe lo que nunca se debiera percibir de alguien que habla: que de alguna manera no se cree lo que dice. Y percibir esto es sumamente irritante.
Basta a veces, pues, un gesto como los descritos, para que dejemos de escuchar, para que se nos vayan las ganas de hablar , para que después apartemos la mirada de nuestro interlocutor y para que, por fin, nos levantemos, demos media vuelta y nos marchemos.
¿Cuántos gestos de estos has visto tú en los últimos días, en las últimas horas, querido lector, querida lectora?