Cuando llego al Restaurante Itanos, Kostas me está esperando tomándose un ouzo –lo detecto de lejos por su color blanquecino. Le acompaña el comisario siciliano Salvo Montalbano –cincuentón avanzado, ya en “la edad de la duda”–, que ha venido a visitar a su colega y degusta un contundente y transparente raki. Me siento y, para ponerme a la altura de las circunstancias, me sumo al ouzo. Decidimos, de entrada, hacer del italiano nuestra lengua franca frente al inglés omnipresente.
Kostas pide la cena: ensalada cretense, tomates rellenos, pescado del día, souvlaki y yogur con sandía, todo regado con vino muy frío de Toplos. Me dice que Montalbano y él están por crear un a modo de frente mediterráneo –“Mare Nostrum” le llama– para combatir el avance universal y global de la cultura anglosajona. Pues, añade, todo el error de la superación de la ya casi olvidada crisis económica ha consistido en haber intentado volvernos yanquis o, aún peor, godos protestantes, abandonando los valores mediterráneos.
Kostas se da un respiro para comprobar el relleno de sus tomates, y Montalbano, terminándose de un trago el raki –¡vaya escalofrío!– le toma el relevo discursivo: Nosotros, los mediterráneos, dice, jamás podremos poner el trabajo por encima de la vida –eso que llaman la productividad–, como tampoco seremos capaces de renunciar a la buena comida y a la mejor bebida para pasarnos al fast-food y a las dietas maniaco-compulsivas. Y desde luego, añade abriendo los ojos ante la soberbia dorada que le acaban de poner delante, siempre desearemos un sexo romántico y, sin embargo, muy lujurioso, sin conformarnos con alternativas pseudo-pornográficas por mucho que se paseen en vivo en mini-shorts o camisetas muy ceñidas.
Asiente Kostas mordisqueando con delectación su souvlaki y yo no dejo de sentirme muy identificado con todo lo que he oído, mientras una suave brisa egea evapora de mi frente el leve sudor de los veintitantos grados.
Justo al lado, entre terrazas repletas , se oyen los correteos alegres de los niños y muchas risas. En medio de esta pequeña plaza hay esta noche un mercadillo de artesanía y, entre las tibias luces que lo iluminan, se atisban perfiles griegos, venecianos y judíos. Y también los cuerpos espigados de un grupo de libios que ofrecen pulseras multicolores y máscaras alargadas de madera pintada.
Levanta de pronto la copa Montalbano y pide un brindis por Pepe Carvalho –“ese maestro de nosotros todos”–, que, si viviera, se sumaría sin duda a este «Mare Nostrum». Y yo levanto mi copa de vino de Toplos con el firme propósito, además, de visitar mañana con mis chicas (madre e hija: ¿cómo se puede querer a dos mujeres a la vez?) el monasterio del mismo nombre antes de ir a echar la siesta entre tamarindos en la deliciosa playa de Chionas (donde, por cierto, me dicen a coro mis dos amigos, hacen una sopa de pescado –kakavia– de chuparse los dedos