Conocí a Jesús Mari Larrazabal a principios de los ochenta del siglo pasado, cuando todavía le apodaban «Tarzán» y era miembro de la primera Diputación de Gipuzkoa por la coalicción HB en su condición de militante ( y fundador ) de LAIA, un partido surgido en 1974 de una de las tantas escisiones de ETA que reivindicaban la acción política.
Jesús Mari me acogió cálidamente desde mi llegada a la UNED de Bergara que, dirigida entonces por Luis Mari Bandrés, era un centro universitario de referencia de los estudios vascos y el euskera y que, desde sus diferentes especialidades, contribuyó a la preparación de una gran parte del profesorado de la Universidad del País Vasco – fundada en 1980.
Hiperactivo y buen discutidor , de su mano fui comprendiendo los matices de un nacionalismo que pretendía aunar los ideales abertzales con los revolucionarios, una combinación muy propia de la vanguardia política vasca de aquella época.
Por otro lado, y en dura disputa con el historiador y erudito Koldo Larrañaga, mi compañero de despacho, Jesús Mari no dejaba de corregir mi euskera de gaueskola, a pesar de yo ya me inclinaba por defecto por la mera inmersión lingüística , asimilando el vizcaíno de Guipuzcoa como la lengua viva que todavía hablo.
Poco después Larrazabal dejó la UNED y , siguiendo el camino de otros y otras colegas, se integró en la UPV, donde llegó a ser Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia realizando interesantes aportaciones como director del instituto ILCLI (Institute for Logic Cognition Language and Information) y de la revista Gogoa. De vez en cuando llegaban noticias sobre su itinerario político – fue parlamentario por EA entre 2009 y 2010- siempre encauzado en organizaciones y partidos en los que paradójicamente militaba en sus últimos estertores.
Jesú Mari Larrazabal acaba de morir, y con él se ha ido un modelo de militante de aquellos años del Tardofranquismo y la Transición en los que todo parecía políticamente posible, incluso una Euskadi soberana y socialista, sin percatarse de que acaso todo estaba «atado y bien atado» bajo la supervisión del Imperio Americano y del marco alemán.