Acabo de leer en un periódico que las célebres ruinas del Machu-Picchu están hasta las cartolas de turistas que en número de 300.000 las visitan incesantemente para provecho, por cierto, de una única concesionaria. La situación está llegando hasta tal punto que, por lo visto, la Unesco ha avisado al gobierno peruano de que de seguir así, el parque arqueológico inca sería incluido en la lista de lugares de Patrimonio Mundial en Riesgo, pudiendo llegar a ser cerrado a cal y canto.
Se suma así esta noticia a las que llegan, en diferente escala, de Venecia, Barcelona o San Sebastián – en Bilbao todavía hay cierta alegría institucional ante los desembarcos de los grandes cruceros. Y es que ocurre que el turismo, cada vez más masificado y alejado de la impronta del viaje, se ha constituido en un gran negocio que mueve al año – datos del 2016- cerca de 1.235 millones de personas de aquí para allá , supone ya el 10% del PIB mundial y ocupa uno de cada 11 empleos.
Volviendo al Machu-Picchu, el reportaje antes citado menciona que , tras declararse Patrimonio de la Humanidad en 1983, tan sólo comenzó a visitarse por muy poca gente debido a la presencia del » terrorismo fanático de Sendero Luminoso». Para quien quiera aplicar la lógica y la analógica aristotélica las cuentas salen rápidas aún siendo terribles. Nada nuevo, sin embargo, y también en diferentes escalas, a lo que pasaba hasta hace poco, por ejemplo, en Egipto.
Pero, en fin, y por terminar, ya Mario Vargas Llosa, al comienzo de su novela Lituma en los Andes (1993) cuenta el episodio de una pareja de turistas franceses detenidos en un control de guerilleros , y cómo él, Albert, antes de que les descerrajen sendos tiros , se deleita pensando en » cuando todo esto fuera un recuerdo, cuando ya lo hubiera contado decenas de veces a los copains en el bistró…»