Poco han durado las etapas de liberalismo pleno en la Pell de Brau, que diría Salvador Espriu. Y quizá la peor consecuencia de ello haya sido el empecinamiento alternativo de los defensores ahistóricos del Antiguo Régimen en considerar España como una Nación y no como un Estado.
Pues ese empecinamiento generó desde los albores del siglo XIX el rechazo radical de quienes por razones varias se sentían miembros de otra Nación , como fue el caso mayor en Catalunya y posteriormente del País Vasco.
Como recordaba recientemente Juan-José López Burniol, fue el mismo Manuel Azaña quien hace casi cien años diagnosticó que el gran problema español era el problema político «de la estructura territorial del Estado, es decir, del reparto del poder y de los recursos financieros».
Y ciertamente, en las dos cuestiones anteriores se han centrado y se centran la mayor parte de los dimes y diretes de dialéctica política, por otro lado ya tan desgastada por endogámicamente reiterada.
Pero afrontar la visión de España como Estado y no como Nación, con todas sus múltiples implicaciones ideológicas , debería suponer también coincidir en el diagnóstico por parte de quienes se siente como formando parte de otras naciones dentro del mismo territorio.
Y , por lo tanto, asumir que el verdadero problema que queda por resolver es la estructura institucional de dicho Estado sin tener que recurrir a apriorismos nacionalistas, legítimos e inevitables en su momento, pero más propios de hace dos siglos….¿ Es algo verdaderamente tan difícil?
Pues, ¿ no sería mejor esperar que por fin viniera la primavera tras «aquest advers hivern de Sepharad…»?